jueves, 6 de marzo de 2025

Subsistir


Le atrae a Pilar Adón retar al lector de sus relatos a romper sus convenciones y para tal fin le interesa escribir con cuidadosa lupa que tome nota del detalle o del pequeño gesto, de tal manera que tengan cabida en sus historias esas pequeñas anécdotas y mínimos detalles para que aparezcan reflejos y resonancias de asuntos más grandes para que generen imágenes vívidas en la mente del lector más allá de la realidad. Para ella, el secreto de todo es ser capaz de convertir ese primer embrión en una historia que sea perceptible, visible, que alcance esa necesidad de experimentar y comprender algo que el lector, en su subconsciente, le demanda. De este empeño no se aparta Adón para que sus cuentos se vuelvan plásticos, vivos, y a la vez simbólicos, sin olvidarse de que para conseguirlo hay que tener en cuenta ese lado insospechado, no solo de lo extraordinario, sino también de los sucesos corrientes, los objetos humildes, los gestos cotidianos y el tiempo suspendido.

Todos estos atisbos y convicciones conforman el trasunto de los dieciocho relatos de Las iras (Galaxia Gutenberg, 2025), un volumen en el que sus personajes femeninos, niñas y jóvenes, son seres atrapados en busca de una libertad acuciada por la conciencia abrumada de cargar con un horrible secreto y una culpa insondable. Pero aquí el extrañamiento de sus criaturas también se manifiesta a través de ese mundo turbador que las atrapa. Lo importante para la escritora es reflejar la inquietud, su ritmo y ambigüedad, y las circunstancias difíciles por las que atraviesan sus personajes. Porque de lo que se trata es de la supervivencia de cada uno de ellos, de ponerle voz a personas atrapadas en una existencia inquietante, y de permitirle modular sus miedos y sus anhelos, sus arrebatos y sus angustias, buscando zafarse de ellos, como así refleja en el primero de los relatos su protagonista: “Intento repetirme que no hay de qué preocuparse, que lo que sucede ahora no es lo que va a suceder siempre, pero no me resulta fácil estar aquí”.

Estos cuentos de Adón proponen, además, una mirada distante de la realidad, porque no todo lo que ocurre alrededor de la vida visible de sus personajes es visible, ni está presente, ni acaso se explique con la única ayuda del sentido común. En Las iras están palpables los temas que tienen prioridad en su universo literario. Me refiero al aislamiento, a lo singular y, desde luego, a lo espiritual por encima de lo corporal o físico, sin olvidarse de que sus personajes andan inmersos en la naturaleza, más allá del mero jardín hogareño. La inquietud no se aparta en la forma de cómo está conformada cada historia, en concordancia con la propia edad de sus protagonistas, seres nada conformistas que aspiran a ser únicos y que, a su vez, anhelan ser queridos y aceptados: “Todos necesitamos pensar que los demás nos quieren, que nos miran con los ojos del cariño”, como sostiene la narradora del relato Empieza dulce mundo.

En la misma medida, se esconde, igualmente, la conflictividad existencial de quienes transitan por estas historias, así como de la incertidumbre y el miedo inquietante que habilita su presencia. Todo este encomio perdura a lo largo del libro en las diferentes historias que van surgiendo. Nada queda indiferente, más bien inalcanzable, de difícil aprehensión en muchos casos, haciendo hincapié en la mirada curiosa y ávida tan propia del alma femenina, como deja ver las palabras de la narradora de Roca blanca, fondo azul: “Lo primero que hace una mujer cuando llega a una tierra que es suya pero no lo ha sido hasta entonces es medirla... Hacerla suya con la certeza de que lo será para siempre... Aunque la abandone... Y no porque sea una idealista o una arrogante, sino porque es necesario. Lo hace para conocerla y asimilarla”.

Se nos antoja afirmar que el territorio literario es un campo de transformaciones, un laboratorio desde donde la realidad se configura en moldes de misterio, de conciencia y de lenguaje. El agente capaz de llevar a cabo estas transformaciones es la palabra, el orden de su disposición y, desde luego, su inventiva. Y en esa voluntad se conjura todo el discurrir de estos cuentos de Pilar Adón, una escritora que cuenta con una imaginación sutil conformada de tiempo e inventivas. La intervención del tiempo no es gratuita, la hace necesaria y fundamental. El tiempo es el motor que vuelve operativo al mito de sus relatos, el que contribuye a resaltar y reinventar su misterio. Es la dimensión que apela a contar la realidad del mundo de quienes las llevan a cabo, sus rarezas y sus abismos.


La literatura de Pilar Adón está apartada del realismo de lo más cercano, se adentra en ese mundo que le interesa tanto a la propia escritora, esto es, el de la fantasía y lo simbólico, el de la imaginación. Sus personajes se parecen más a muchos de los antiguos cuentos: abandona la protección del hogar para internarse en las sombras, en sus entresijos, pero sin la protección de la magia, sin príncipes ni duendes que los amparen, sin mediadores que vengan a salvarlos de su encierro. En sus historias destaca su relación con la madre Naturaleza tan poderosa y causal. Lo que sorprende más es ver cómo las mujeres que protagonizan estas incursiones sean frágiles y vulnerables, sensibles y valientes, sin miedo a arrojarse desde su propio desamparo a la búsqueda de la verdad, sin garantía de encontrarla.

En suma, diría que los encierros y redenciones que andan sueltos en este estupendo libro, de mucho tono lírico y atmósfera hipnótica, se sitúan en un contexto con aire de extrañamiento, un mundo inquietante en el que sus protagonistas entran en conflicto con la exigencia de vivir, más con ellos mismos que con los demás, todos en busca de consuelo y de una una subsistencia libre de ataduras.


viernes, 28 de febrero de 2025

Homo narrans


Este libro no es ficción, es más bien el sumatorio de un ensayo y unas memorias, pero su autor, Javier Peña (A Coruña, 1979), también despliega en él un relato, la historia de su vida como lector y escritor, sus emociones y los últimos días de la vida de su padre. Partiendo de la enfermedad de este en la habitación de un hospital, nos habla de literatura, de escritores, de la conexión entre ellos dos en sus lecturas, de los sentimientos y los gustos compartidos, una travesía emocional intensa y simbólica empapada de libros para dar cuenta de cómo la literatura y la vida se funden en la memoria, en la lectura y en la escritura. Todo esto es Tinta invisible (Blackie Books, 2024), un libro, como deja dicho el propio autor en el subtítulo del mismo, Sobre la pérdida, la escritura y el poder transformador de las historias, un libro que, bajo ese extenso denominador común, contagia por su tono y cercanía, por las vivencias e historias compartidas que convergen con la presencia del padre y del homo narrans que el propio autor hace gala.

Ningún buen lector dejará de percibir este sentir en sus páginas, bien flanqueado por la reflexión que el escritor gallego señala en la introducción del libro y que dice así: “Pienso también que habitar el mundo de las historias no es una elección personal, sino una forma de ser, a veces innata, a menudo inculcada desde la infancia, como hizo mi padre conmigo”. Nos encontramos, por tanto, con un vívido libro sobre el amor a la literatura y, sobre todo, sobre el amor compartido hacia los libros de un hijo y un padre como vínculo sentimental y estímulo de conversación. Tinta invisible saca a relucir esa pasión compartida de los dos por la literatura, así como pasajes y citas de grandes autores que revelan secretos y obsesiones a la hora de escribir, angustias y esperanzas, miedos frente a la escritura y las rencillas que había entre ellos, pero, a su vez, sus afanes de ampliar la realidad y de desenvolverse en la vida.

Encontramos en todos estos referentes literarios muchas de las razones e inquietudes de ese ego del escritor que viaja en soledad sin salir de casa, que recorre un camino incierto de creación, bajo la intemperie de su escritorio, tan solo confiado en la mirada, la memoria y la imaginación para conjurarse en trazar el mapa de su escritura. Salen a su paso Saramago, Kafka, Emily Dickinson, Dickens, Kundera, Orwell, Jon Fosse y otros muchos, para dejar constancia de que la escritura es inseparable del acto de leer. Viene a decirnos Javier Peña que la literatura ofrece una de las mejores maneras, dejando a un lado la experiencia, de entender a la gente distinta de uno. Por eso mismo, a menudo, la ficción nos resulta más útil que la experiencia vivida. La experiencia nos pasa por encima como una apisonadora y solo comprendemos lo sucedido años después, si acaso. La ficción, como dice Ursula K. Le Guin, aporta una comprensión fáctica, psicológica y moral mucho mejor que la realidad.

Tinta invisible es una incursión sentimental en la escritura sobre el duelo acompañada de un viaje emocional y consolador por el imaginario de la literatura. Uno encuentra sintonía y entendimiento con la voz narrativa y descriptiva que ronda sus páginas, una voz que nos interpela y pone de manifiesto esa carga sentimental y ética que da sentido a la palabra escrita, a la vida reflejada en los libros. Pero tal vez, en todo este paralelismo de vida y literatura que dilucida este libro, lo más verdadero y revelador sea el poder incisivo, incluso perverso, que tiene la literatura de agitar y examinar etapas de nuestra vida, de ser bisagra que abre la puerta a lo inefable para entrever la realidad y sus historias.


En este ensayo se condensan aprendizaje, reflexión y experiencia, bajo el sentir de un escritor al que le interesa la revelación que aflora de su propia realidad el acto de escribir, consciente de que escribir es disponerse a hacer sobresalir las palabras que dan lugar al embrujo de las historias que traen consigo: “Cormac McCarthy dijo aquello de que los libros están hechos de otros libros y eso, que es verdad en cualquier ocasión, no puede ser más acertado para definir estas páginas”, concluye el autor.

Javier Peña firma un libro de sesgo literario intenso, de lectura jugosa y de singular lucidez, un correlato de vida y literatura donde resuenan el poder del verbo literario como prodigio de las palabras, de los deseos y de las historias que nos conforman, un viaje narrativo por todo lo que supone de efervescencia la lectura y la escritura, incluso con la vida en contra.


lunes, 17 de febrero de 2025

Sin miedo a vivir


Con el paso del tiempo y mi experiencia lectora, tengo la impresión de que lo que entendemos por novela, más que un género autónomo, de rasgos claramente definidos y de formación y desarrollo bien delimitados en el tiempo, tiende a ser considerado, como diría
Luis Goytisolo, un producto de aluvión en el que encajan diferentes formas narrativas por donde transcurre una verdad novelesca pendiente de que el lector la perciba en su fuero interno como algo evidente, sin que medie demostración alguna, que se baste con su verosimilitud y en cómo está contada. El pacto se concibe, además, bajo tres vectores: autor, texto y lector. En ese pacto caben todas las novelas, pero si de lo que se trata es de una novela biográfica o autobiográfica, lo que implica, sobre todo, es que el autor y el narrador se muestren como personajes verdaderos.

Javier Marías contaba en una de sus conferencias, que lo que distingue a una novela basada en datos biográficos de una biografía, es que mientras el autor de unas memorias se propone convencernos de que lo que narra le sucedió de verdad, el autor que construye su narración sobre datos autobiográficos debe convencernos de lo contrario: que aquello es ficción. En realidad, en Notre Dame de la alegría (Siruela, 2025), su autora, Ana Rodríguez Fischer, propone al lector, sopesando todo esto, que lo que tiene en sus manos es un relato biográfico de un personaje que, a su vez, es el narrador de su propia historia. Volviendo a lo que decía Marías, en esta ocasión, el resultado es que aquí, verdad y ficción se conjuran en una novela de vivencias que invita al lector a introducirse en la subjetividad del narrador y a mirar de cerca su realidad psíquica y emocional.

Rodríguez Fischer pone voz a la pintora Maruja Mallo para que sea ella quien cuente sus andanzas vitales y artísticas, desde la memoria propia de una mujer anciana y enferma en un hospital de Madrid, para que escenifique momentos memorables y dramáticos del mundo que la rodeó y que ella sintió: artistas, acontecimientos históricos, viajes por América y, cómo no, la chispa creativa y manifestación plástica que soplaban permanentemente en su espíritu indomable que plasmó en su pintura de caballete y en sus murales. El universo mágico de esta mujer orgullosa y vitalista, cosmopolita y de ultramar, que le gustaba denominarse Marúnica, queda bien reflejada en esta novela, una artista que durante un buen período de su vida mantuvo un pie en cada una de las dos orillas del Atlántico: entre Madrid, París, Buenos Aires y Nueva York, sus ciudades más amadas.

Maruja Mallo era gallega y estaba orgullosa de ello, pero pasó su niñez y adolescencia en Avilés, Asturias, donde comenzó a pintar, como su hermano Cristino a esculpir, en la escuela de Artes y Oficios de esta localidad. Cuando trasladan a su padre a Madrid, encuentra allí la ocasión propicia para relacionarse con artistas, escritores y cineastas como Salvador Dalí, Concha Méndez, Federico García Lorca, Luis Buñuel, María Zambrano, Rafael Alberti, con el que mantiene una relación hasta que el poeta gaditano conoce a María Teresa León o, con Miguel Hernández, con quien también mantuvo un idilio. Decide estudiar en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando y se cortó el pelo a lo garçon, y se quitó el sombrero para pasear por la puerta del Sol con sus amigos Dalí y Federico. Le cayeron pedradas e insultos, pero, para ellos, escandalizar a aquella masa de energúmenos les pareció gloria bendita.

Durante la década de 1920 trabaja asimismo para numerosas publicaciones literarias como La Gaceta Literaria, El Almanaque Literario o la Revista de Occidente y realiza portadas de varios libros. Ortega y Gasset conoce sus cuadros en 1928 y le organiza su primera exposición en los salones de la Revista de Occidente, la cual obtuvo un gran éxito. Su primera exposición en París tuvo lugar en la Galería Pierre Loeb en 1932. Allí comienza su etapa surrealista. Su pintura cambió radicalmente y alcanzó maestría y renombre, tanto que el mismo Breton le compró en 1932 el cuadro titulado Espantapájaros, obra pintada en 1929, poblada de espectros, que hoy es considerada una de las grandes obras del surrealismo. Afirmaba que la soledad era su mayor capital, que el hombre se mide por la magnitud de soledad que es capaz de aguantar. Dalí decía de ella que era “mitad ángel, mitad marisco”.

Podemos afirmar que lo que está presente en esta novela, no son tanto los acontecimientos reconocibles de la vida de Maruja Mallo, como las emociones que despertaron en ella. Y así, por ejemplo, nos percatamos del valor del deseo que los surrealistas, en parte, le habían aportado en su concepción artística, que confluye con su propia pulsión del alma, compromiso social e intensidad más radical. La narradora nos desvela que el aprendizaje vital tenía para ella mucho que ver con la naturaleza de sus aspiraciones estéticas. Pone el foco e insiste que de todo aquello que llega por los sentidos surgen las formas, los colores, su alimento para la creación artística, sin olvidarse que el cuerpo, como sede del yo, siempre tiene algo de extraño para el imaginario. Y, por eso, le importa tenerlo en cuenta.


Tres décadas después, Ana Rodríguez Fischer recupera el mundo complejo de una artista que ya estuvo presente en su anterior obra Objetos extraviados, Premio Femenino Lumen de 1995, para un nuevo empeño narrativo de reescribirlo y ampliarlo con Notre Dame de la Alegría, el mundo en el que vivió, el mundo en el que volcó sus sueños, el mundo que representó en sus cuadros. Es desde esa recreación combinatoria donde la autora asturiana erige con tino su novela, en su espacio, en su tiempo y en sus circunstancias, desde el plano biográfico de la voz lúcida y sin ningún miedo a vivir en libertad que mantuvo Maruja Mallo a lo largo de su existencia, un rescate meritorio con un final hermoso y simbólico, en el que alumbra la presencia de una niña que evoca el sueño de quien tras una larga travesía por el bosque, metáfora de la vida, se dispone a no sucumbir en su empeño en cruzarlo y regocijarse por lo que ha hecho.


martes, 11 de febrero de 2025

Andar con uno mismo


Como decía el gran poeta
Eluard: «hay muchos mundos posibles, pero solo este es real». Y continúa razonando así: «a lo que hay, hay que sacarle el mayor jugo posible». Ahora bien, ese jugo no se extrae más que desde la experiencia, desde la percepción y el deseo, sin olvidarnos de las soledades, de las que uno va y viene: «Porque para andar conmigo / me bastan mis pensamientos», según lo versificaba Lope de Vega. Lo cierto es que no podemos pensarnos desde fuera de nuestro propio pensamiento, y eso convierte a la vida en un andar continuado con uno mismo, con nuestras soledades errantes, en busca de silencio e introspección, al propio tiempo que de compañía. Soledad y compañía se necesitan por ser interdependientes. Por muy solos que estemos, en la puerta de nuestro corazón hay siempre un resquicio latente para quien pueda llegar.

El nuevo libro de Juan Gómez Bárcena (Santander, 1984), Mapa de soledades (Seix Barral, 2024), transita por estos entresijos en los que la soledad, como caja de resonancia, se convierte en una cartografía de diferentes índoles, un viaje diverso por lugares y tiempos que invitan a considerar lo mucho que se nos ofrece a reflexionar sobre el sentimiento de soledad personal y social. Podemos constatar, a su vez, la existencia de una interesante paradoja: leer es algo que hacemos a solas, pero al mismo tiempo es una forma de conectarnos con los demás. Hay libros que exacerban nuestro sentimiento de soledad, otros, por el contrario, nos hacen sentir que hemos encontrado un lugar de pertenencia. Este ensayo conmovedor, de alto contenido confesional, podríamos decir que establece un armisticio entre ambas posiciones.

Gómez Bárcena logra con ello que su libro, en su desarrollo narrativo, también se convierta en una novela-ensayo bien urdida sobre la dimensión objetiva y la dimensión subjetiva que conlleva toda soledad. Analiza con detenimiento y asombro soledades de personajes y artistas diversos, como la maldición del escritor Horacio Quiroga y su familia, vidas marcadas por la fatalidad del suicidio de su padre, su primera esposa, sus hijos, varias de sus amistades y el de él mismo, hasta las ancianas japonesas que delinquen para no estar solas y poder refugiarse por un tiempo de la precariedad que le causa su aislamiento. Pone nombre a esa soledad de la muchedumbre y la denomina “soledumbre”, una manera hermosa de nombrar esa soledad percibida, proveniente de la gran ciudad: gente que viene y va en el Metro o por las grandes avenidas, gente sola rodeada de una multitud.

Conforme avanzamos en la lectura, nos percatamos de que en todo ese Mapa de soledades, la invisibilidad aparece como una de las mayores obsesiones del solitario. De ahí que entre los muchos motivos que tiene uno para estar solo, destacan las de aquellos solitarios forzosos y la de los solitarios por elección. También hay soledades pasajeras, incluso eternas. Hay soledades que llegan a la enajenación, y otras que alcanzan mejores estadios, por ejemplo, el placer de la lectura y de la creación artística. Se puede estar solo y reanimado en una isla, como el capitán Pedro Serrano, que inspiró la figura de Robinson Crusoe, tras un naufragio en 1526, como también lo está calladamente el ama de casa que plancha mientras espera, el escritor que se refugia en su cuarto con unas hojas en blanco. El autor nos viene a decir que la soledad no es, por tanto, un accidente del individualismo, sino su consecuencia circunstancial.

Por diferentes puntos recurrentes, Mapa de soledades es una singladura emotiva y hermosa. Gómez Bárcena nos concita a entendernos con esa parte intrínseca de la soledad referida a “un paréntesis, una cesura, un alto en el camino”, a hacer, sobre todo, incursiones en la selva, en el océano, en el desierto o en los mismos casquetes polares, así como en la ciudad y en el hogar, para participar de sus dispares estancias solitarias, o pararnos a analizar y a reparar la soledad de la propia piel, por lo que significa de tacto y de sentirnos vivos. No se olvida de resaltar que la soledad es un bagaje necesario que nos conduce a nosotros mismos, apoyándose en esta cita memorable de Petrarca tan reveladora: «La soledad es la única forma que tiene el hombre de contemplar».

Gómez Bárcena nos cuenta que recluirse en un convento sin conexión a internet es parecido a experimentar el vacío y a poner en valor lo que afirmaba el filósofo Nietzsche al respecto: «La grandeza de un hombre se mide por la cantidad de soledad que es capaz de soportar». Pero, en verdad, lo que impulsa al libro es dar pie a pensar que cada uno vive la soledad a su manera: “De modo que el problema no es la soledad sino lo que uno hace de ella”. Le importa marcar la diferencia entre sentirse solo y estarlo, la soledad como pandemia contemporánea pero también como bastión de retiro trascendente.


Llego al final del libro reconfortado, más consciente de que la soledad es una palabra importante, que junto al deseo quizás sean dos palabras que nos abren los ojos al sentido de la vida. Mapa de soledades es un estupendo debut en el género ensayístico del autor cántabro, con una obra muy bien enfocada y medida, que razona y confirma lo que decía Conrad, que «vivimos como soñamos: solos». Este libro es tan ameno como hondo, muy bien escrito, que empatiza y muestra la enseñanza secreta y silenciosa de la soledad que a todos nos circunda.


martes, 28 de enero de 2025

Un coro de voces


Estoy de acuerdo con los que dicen que los lectores debemos apelar a hacer lecturas más horizontales y menos verticales. Conviene, por eso mismo, tener precaución con esa jerarquía atronadora y autoritaria marcada por el canon literario. La lectura constituye una tarea de largo recorrido, lo suficientemente lenta como para atreverse y dejarse persuadir por la propia intuición. Tal vez sean los libros los que deban revelarse por sí mismos a nuestra ingente curiosidad. Al menos, yo no me aparto de que así suceda. El hallazgo forma parte de mi condición lectora, el mismo que ha permitido acercarme a autores desconocidos, escritores y escritoras que me han dejado señuelos y regusto literarios suficientes para seguir probando suerte, sabiendo que uno no quiere perderse el placer de leer otros libros, otras historias de alguien que anteriormente le encandiló sobremanera.

Por eso mismo, vuelvo confabulado a Emma Prieto, escritora que hace unos años me dejó perplejo con su libro de relatos Mecánica terrestre (2021), cuentos breves e intensos que me hablaron con palabras sencillas, pero hondas, sobre el reverso de la vida y la complicada suerte de compartir destino con los demás y con las cosas del mundo. Vuelvo, como digo, a una manera de escribir que, aparte de la invención, por debajo de lo que cuenta, hay ritmos ante los que la memoria, la imaginación y las palabras se ponen en marcha, como diría Úrsula K. Le Guin. En esa tarea se afana su escritura, impulsando ese ritmo para poner en marcha la memoria y la imaginación hasta encontrar su decir. En Días de luces y cactus (Eolas, 2024), su nuevo libro de relatos, comparte esa misma aspiración y dinámica, poniendo su enfoque en historias que transitan entre lo introspectivo y el mundo exterior, entre lo cotidiano y lo singular, con ese toque lírico tan característico suyo, pero que huye de cualquier estridencia.

Cada pieza posee su trayectoria narrativa, su forma de entendérselas con el lector, pero su fraseo, sus palabras siguen un ritmo subyugante común que armoniza el conjunto. Estos Días de luces y cactus conforman un buen puñado de historias que tratan de un sinfín de situaciones, cada una con su entresijo particular. En Islas a punto de hundirse, el primero de sus relatos, nos encontramos con la historia conmovedora y desasosegaste ante una niña de trece años que sale de su casa en busca de una aventura incierta con un hombre mayor; es también la historia de unos padres hundidos con su desaparición que buscan agarres ante la adversidad que les sobrevino: “Cada uno mastica su dolor”, por separado. En el siguiente, bajo el título de La fragilidad de las metáforas, somos testigos de la fragilidad de las parejas: “el amor flirtea con el abandono”, nos dice el narrador. Aficionarse a los cactus no es una solución en ese desierto sentimental que aquí se cuenta, pero tal vez un empeño de compañía y de afinidad.

Ternura y crueldad alternan en la mayoría de estos relatos, como la vida misma, a veces iluminan y otras pinchan hasta herir, como nos deja ver la narradora de El lento fluir de la sangre, que pasa por un momento inestable y extraño. Lo pasa mal lo mismo cuando tiene que definir algo como cuando tiene que sacarse sangre. Siente que todo se repite: el mundo, la vida y los días. Siente que “todos somos peregrinos en busca de consuelo”. En otro cuento, una mujer escribe recordando su niñez cuando jugaba con su hermano con los soldados. “Dónde encontrar los descampados de la infancia?, se preguntaba Agota Kristof, citada en el epígrafe del relato. Escribe, sobre todo, porque para ella es una forma de resistir. Escribe sabiendo que dudar forma parte del proceso de escritura, de poner el punto final de lo que se quiere contar. El relato que continúa, Brad, pone en entredicho lo difícil que es saber que lo que le ocurre a alguien, aunque sea una estafa, no proviene de una necesidad de sentirse tenido en cuenta.

A lo largo de los diecisiete relatos la invención y la realidad se entremeten y comparten epifanías y quehaceres, como la de una madre que supervisa el relato que su hijo tiene de tarea escolar, o la de las consecuencias de un accidente doméstico en una mujer que hace que bajo un casco protector discurra su mundo. En Maneras de quedarse, una educadora social de esos barrios marginales de miseria y droga nos cuenta la vida torcida de un joven y su fatal desenlace. Evoca su figura para ensalzar lo importante que es poner música al desgarro de la propia vida. Hay lugar también para aproximarnos a un relato fantástico cuyo protagonista es el mar. El mar, que todo lo invade se hace presente como génesis de todo, de la vida y de su suerte. Hay cabida, igualmente, para dar protagonismo a un repartidor a domicilio y encontrar consuelo en compañía de una langosta, como también resquicio para unos sopladores de hojas, en uno de los relatos más tremendo, perverso y vengativo, como es el de La generosidad necesaria, con su sentencioso final: “No deja de ser un consuelo que al menos al final existiera un poco de brillo en algún lado”.

No me olvido de Criaturas marinas, un microrrelato lírico que toca el alma del narrador que lee de soslayo en el asiento del vagón lo que escribe en el móvil aquella mujer, mejor dicho, aquella sirena mientras viaja en el metro. Ni tampoco me olvido de Geometría de hospital, una pieza emotiva en la que tropezamos con una cuidadora que encuentra un móvil abandonado en el pasillo de una planta del hospital y del que se vale para comunicarse con diferentes personas del planeta. Estas llamadas tienen una repercusión favorable en la salud del enfermo al que presta sus cuidados. Llegamos a Zona de expurgo, el último de los relatos del libro, un cuento diferente al resto, un relato patchwork, dice la narradora, que no es otra cosa que voces que se alzan. Quizá, el texto más filosófico y enigmático de todos, donde la creación literaria se funde con lo leído, con el latido e impulso de escribir.


En suma, Emma Prieto firma un estupendo libro, un conjunto de historias reveladoras en las que la brevedad de su confección reclama una mirada serena para acaparar sus variados entresijos y poder destilar la esencia concentrada de sus líneas. En Días de luces y cactus hay un mundo de sobriedad y contención que oscila entre lo complejo y lo básico y viceversa, como una revuelta urdida entre lo sencillo y el embrollo de vivir. Este es un libro de seres apasionantes e inconformistas que exudan algo profundo y revelador, que nos llegan de la mano de una escritora de oficio admirable y sin límite para observar e interrogar la experiencia de vivir, por medio de un coro de voces que refieren lo que hay de mágico y misterioso en el mundo tal y como es y que se nos muestra entre el azar y el orden que lo conforma. Un libro gozoso que logra emocionarnos, un libro que destaca el buen hacer de una escritora que apetece seguir teniendo en cuenta.

martes, 14 de enero de 2025

Andanzas de un niño del extrarradio


La Tata me dice siempre que no salga. Que si salgo vuelva pronto, que no mentretenga, y que no me deje ver así, mucho. La Tata es gorda y tiene los dientes grises, de tanto fumete o de tanto calimocho, yo no sé. Se rasca el culo grasiento por debajo la falda y a veces la tela se sube y se le ve la piel con grumos, como una tortilla mal hecha, como la parte de arriba de las natillas cuando la Tata las hace... No tentretengas, sielo, me dice, viendo la telenovela y fumando, los brazos con mucha carne como si llevara un chaleco color piel que le estuviera muy grande”.

Así arranca la novela Mosturito (Tusquets, 2024), del escritor y periodista Daniel Ruiz (Sevilla, 1976), un relato de iniciación, ensamblado por un lenguaje oral de acento andaluz que parece sencillo, cuando, en realidad, es un trabajo de orfebrería en el que se requiere excelente oído y audacia para encajar y trenzar las voces que conforman el hilo narrativo del libro. Quien habla aquí es un niño, como en El Lazarillo, muy próximo a la percepción del lector. Su relato es una corriente cristalina con fondo turbio. A ello contribuye el margen que se abre a la incertidumbre respecto tanto a lo que se nos va relatando como a sus consecuencias futuras, cuya característica principal es la crudeza, una crudeza que es la vida misma, la propia de un mundo marginal del extrarradio de una gran ciudad en el que no hay pecado sin penitencia.

Mosturito nos ofrece una desgarradora semblanza de esa realidad social marginal y precaria valiéndose de su protagonista, un niño preadolescente, cuyo padre maltratador cumple condena, que vive con su tía en un barrio humilde situado en la periferia sevillana a mediados de los ochenta. Daniel Ruiz pone su punto de mira a través de los ojos de su héroe que, sin ser nostálgica, ni mucho menos analítica, converge en lo instintivo, en lo sensorial. La voz de Mosturito, el personaje, es tan diáfana y mimética como salvaje el entorno. No le queda más remedio al muchacho que sortear a los matones de la zona que tratan de humillarlo, metiéndose con su aspecto cada dos por tres, y arreglárselas con granujería hasta hacerse notar en su nueva pandilla.

Hay en la novela una clara intención del autor por darle visibilidad a la cultura del descampado y también del ojo de patio de las viviendas, como pulsión de intemperie, donde la violencia, el maltrato y todo lo despreciable de unas vidas desgraciadas se vivían de puertas adentro, como si el escándalo del hogar no transcendiera afuera si dicho escándalo no acababa en tragedia. Pero, también en Mosturito hay lugar para el compañerismo, el desparpajo y el humor. Daniel Ruiz fija el perfil narrativo de su novela no solo en la voz de su personaje, sino en sus acciones y en su aspecto. Pedro o Pedrito se presenta como un niño feo y retraído, pero, a su vez, tremendamente ingenioso y con mala leche, gamberro e impertinente, que exuda verdad y picardía sin cortapisas, que quiere darse a valer presentándose a los demás como Mostu.

Es Pedro, o Mostu, quien se vale por sí mismo para ir descubriendo facetas ásperas de los adultos para entender la realidad propia y la de su entorno. La cercanía de su tía, que ejerce de protectora, y la de sus nuevos amigos, que le abren los ojos para entender mejor el escaparate decadente que le rodea, son el conducto propicio para comprender la implacable ceremonia de la lucha por la vida. Daniel Ruiz despliega su talento narrativo para apelar a ese lirismo barojiano de gente humilde que arrastran su miseria sin que la sociedad les preste la más mínima atención, a través de un texto bien urdido de coloquialismos, belleza y verdad, capaz de aguzarnos para sacarnos de nuestras casillas e, incluso, hasta provocar alguna que otra carcajada, pese al trasfondo degradado de su narración.


La verdad novelesca de Mosturito es tan certera y precisa en su concreción como irrefutable. Una verdad que el lector percibe en su fuero interno, página a página, como algo evidente, sin que medie demostración alguna. Nos vale con esa voz cercana y veraz del narrador, una voz irrebatible y cándida que nos toma en volandas para que sigamos sus andanzas con las reglas que Pedro, o Mostu, se ve obligado a aceptar para sí mismo. Es cierto que somos gregarios, imitativos y emocionalmente dependientes, necesitados de afectos comunitarios, pero las reglas son a menudo problemáticas y dudosas.

Esta es una novela tan conmovedora como divertida, un espejo de una época en el que no salimos favorecidos, una experiencia vital contada con franqueza y gracia indisimulable. Un disfrute, vaya.


miércoles, 18 de diciembre de 2024

Otoño de 1939


Sin duda, la verdad fue la primera víctima de la guerra civil española, un conflicto que, mucho tiempo después de que acabara, ha generado controversias intensas y polémicas que aún perduran en la memoria colectiva española. El historiador, documentalista o escritor que se acerque a escudriñar los entresijos de aquellos terribles años, y los que continuaron tras el fin de la contienda, desde luego, no puede ser totalmente aséptico, no debe ir más allá de tratar de comprender los sentimientos y percances de los dos bandos, pero sí le compete ampliar las fronteras de lo que ya sabemos y dejar que los juicios morales que provocan lo narrado queden a expensas de la conciencia del lector.

Presentes (Alafaguara, 2024), el último libro del periodista y escritor Paco Cerdá (Genovés, 1985), responde a esta invocación, y lo hace desde el ámbito de la novela, mediante una crónica que muestra un retrato coral situado en la España de 1939. Cerdá pergeña un viaje de 467 km de once días, un viacrucis fascista que trasladó los restos de José Antonio Primo de Rivera de Alicante a El Escorial, entrelazado con una galería de víctimas anónimas del franquismo que, pese al empeño del régimen por borrarla del mapa de la memoria, están presentes. Entre el ostentoso e insólito anverso del peregrinaje de la comitiva, late por donde pasa el invisible reverso de tantos desaparecidos, tantas vidas perdidas que yacen ocultas en barrancos y cunetas.

La muerte de José Antonio no se dio a conocer oficialmente en la España nacional hasta el 20 de noviembre de 1938, exactamente dos años después, cuando la República acababa de perder la batalla del Ebro y el éxito de los nacionales estaba garantizado. Y es que a Franco le convenía la ausencia de José Antonio, no solo por el seguro obstáculo que habría supuesto el fundador para la domesticación de la Falange y su posterior conversión en el partido único del régimen, sino que la ocultación de su fusilamiento en Alicante alentaba en la Falange la esperanza de que aún estuviera vivo, lo que impedía el nombramiento de un sucesor definitivo.

Presentes es una estupenda evocación novelística al mismo tiempo que una elegía narrativa, trepidante y fantasmagórica, jalonada por la exaltación de un cortejo al que no le preocupa ya la verdad de la historia que llevan a hombros, sino demostrar quién manda en la nueva España. A Paco Cerdá le importa resaltarlo, con el rigor de un buen historiador y la eficacia de un cronista curtido, valiéndose de un relato ágil y magnético con dos planos contrapuestos, como el propio autor señala en las páginas finales del libro: “Uno es el traslado, la propaganda fabricada esos días, la vida de José Antonio, sus palabras, y la memoria de la guerra y la posguerra que latía en aquellos pueblos atravesados por un cadáver a hombros. Pues bien: el otro plano –el invisible y tenebroso reverso de aquellos once días– suponía el reto más apasionante de este libro: mostrar lo que el escaparate de la propaganda se esforzaba en ocultar”.

Entre jornada y jornada, el lector será testigo de mil historias de personajes que vivieron la contienda o los años inmediatos de la posguerra, historias en las que palpitan sucesos con protagonistas de renombres y otros, con gente sencilla y minúscula. Cerdá intercala estos episodios en los que resalta casos tristes y ominosos, con otros más paradójicos, como el referido a la devoción lectora de la hija de Franco por los libros infantiles de Elena Fortún. Destaca también el ejercicio del que hace gala el autor al evocar en algunos episodios versos de Machado, de Lorca, de Miguel Hernández o de Estellés, que parecen clamar al viento desazón y quebranto frente al repique de campanas al paso de la comitiva falangista.


No considero que Presentes sea una novela de no ficción, como tampoco creo que lo sea su anterior libro 14 de abril (2022). Diría que ambos son ensayos novelados de carácter histórico en los que el relato propio de la Historia se afina con el compromiso del narrador con lo narrado. Cerdà apunta a ese fin, que está siempre presente: la literatura comienza cuando todo se convierte en pregunta. Presentes es un jugoso ensayo-ficción que fija su mirada en la dirección de una fantasmagoría que atraviesa la España herida que aún sigue convaleciente y que indica que todo tiempo es irredimible, pero sus pisadas resuenan una y otra vez en la memoria de todos. La buena literatura siempre forja la memoria colectiva.